En los últimos años y con el incremento del uso de las redes sociales me voy enterando de la cantidad de debates que hay abiertos en torno a cualquier cosa. Cuando digo cualquier cosa es así: podemos debatir si algo es legal o ilegal, si se está a favor o en contra de los deberes escolares, si es bueno o malo comer carne, en qué cantidad, cuántas veces por semana, debatimos si la baja de paternidad es suficientemente larga, o de si Cristiano es mejor que Messi, debatimos sobre cualquier titular que da cualquier político o participante de reality show. Podría decir que actualmente hay debates abiertos sobre cualquier cosa que se te pueda ocurrir. Y faltos de palabras.
Se podría pensar que esto nos enriquece como sociedad, porque podemos expresar lo que pensamos o sentimos con libertad. Sin embargo, el núcleo del debate puede llegar a generar tantas opiniones y tal diversidad de barbaridades que uno puede quedar saturado, tan sobredosificado de puntos de vista que pierde la perspectiva propia o el criterio. En este punto, o bien uno se lanza a la piscina y vomita su opinión de forma visceral o cae en un estado de congelación. Sólo algunos poseen la lucidez que les permite decir algo rescatable, que merezca la pena. Esa opinión que a veces encontramos a mi personalmente me hace callar. Callar y profundizar, eso sí, fuera del debate, empujándome a saber más o a completar mi nueva opinión.
Pero llega un momento en que ya me siento harta!! Harta de escuchar tantas voces discordantes, que no se escuchan entre sí, que no avanzan hacia ningún lado, incapaces de llegar a un acuerdo. Entonces decido levantar la vista y seguir con mi vida, con la esperanza de que a alguien se le ocurra incluir “debate” como asignatura obligatoria en el colegio.