Como era su primer día en la Universidad se puso unos zapatos de tacón, le hacían sentirse más segura, más alta, más guapa.
No le gustaban los zapatos que resuenan al caminar y era lo único que se escuchaba cuando se metió por error en aquel callejón. Entonces se acordó de lo que le dijo su abuela el último día de colegio. “Llevar sueños en los pies es empezar a hacer los sueños realidad”.
Le picó la curiosidad aquel foco al fondo de la callejuela, una luz que tintineaba y que alumbraba una puerta de cristal.
Se acercó para mirar a través para ver lo que presagiaba aquella luz. Una mirada bastó para que su mano empujara la puerta y sus ruidosos tacones alertaran al dueño de la tiendita de su presencia. De aquellas paredes colgaban cientos de relojes de cuco de todos los colores y tamaños. Resultaban muy siniestros porque todos tenían el cuco fuera, como si el tiempo se hubiera detenido justo cuando estaban cantando. Pero ninguno emitía ningún ruido, al igual que un pequeño señor que leía tumbado en una hamaca de cuerda que colgaba del techo. Entonces se preguntó, ¿qué hago yo aquí? Y se acordó de la universidad y de que iba a llegar tarde el primer día, pero no encontró la forma de saber la hora.
Cuando se estaba dando la vuelta para salir de allí cuanto antes, una voz de dibujo animado, chillona, aguda y algo gangosa que salía de la boca del pequeño señor le dijo: “talla 36 ¿verdad?”
Se refería a sus pies. Se acercó despacio al pequeño señor y bajo la hamaca encontró sus zapatillas dentro de un cesto, las mismas que había dejado en la orilla de una playa la última noche del viaje de fin de curso.
Entonces se despojó de sus ruidosos zapatos, los puso en el cesto, cogió sus viejas zapatillas y salió corriendo de allí. No quería olvidarse de sus sueños.