LA TIENDITA:

Como era su primer día en la Universidad se puso unos zapatos de tacón, le hacían sentirse más segura, más alta, más guapa.

No le gustaban los zapatos que resuenan al caminar y era lo único que se escuchaba cuando se metió por error en aquel callejón. Entonces se acordó de lo que le dijo su abuela el último día de colegio. “Llevar sueños en los pies es empezar a hacer los sueños realidad”.

Le picó la curiosidad aquel foco al fondo de la callejuela, una luz que tintineaba y que alumbraba una puerta de cristal.

Se acercó para mirar a través para ver lo que presagiaba aquella luz. Una mirada bastó para que su mano empujara la puerta y sus ruidosos tacones alertaran al dueño de la tiendita de su presencia. De aquellas paredes colgaban cientos de relojes de cuco de todos los colores y tamaños. Resultaban muy siniestros porque todos tenían el cuco fuera, como si el tiempo se hubiera detenido justo cuando estaban cantando. Pero ninguno emitía ningún ruido, al igual que un pequeño señor que leía tumbado en una hamaca de cuerda que colgaba del techo. Entonces se preguntó, ¿qué hago yo aquí? Y se acordó de la universidad y de que iba a llegar tarde el primer día, pero no encontró la forma de saber la hora.

Cuando se estaba dando la vuelta para salir de allí cuanto antes, una voz de dibujo animado, chillona, aguda y algo gangosa que salía de la boca del pequeño señor le dijo: “talla 36 ¿verdad?”

Se refería a sus pies. Se acercó despacio al pequeño señor y bajo la hamaca encontró sus zapatillas dentro de un cesto, las mismas que había dejado en la orilla de una playa la última noche del viaje de fin de curso.

Entonces se despojó de sus ruidosos zapatos, los puso en el cesto, cogió sus viejas zapatillas y salió corriendo de allí. No quería olvidarse de sus sueños.

LA BICICLETA:

La bicicleta se había puesto de moda en su ciudad. Pensaba que le llegaba tarde ya que a sus 87 años nunca había tenido la oportunidad de montar en ninguna, ni siquiera albergaba la esperanza de hacerlo.

Las cosas cambiaban a su alrededor más deprisa de lo que su capacidad de adaptación daba de sí y se mostraba tolerante y alegre con esos cambios. Se alegraba por los demás pero él no se daba por aludido. Hasta que aquella bicicleta llegó a sus manos. Fue una de esas noches ventosas y con lluvia horizontal típicas de Donosti. Volvía a casa de jugar al mus cuando al dar la vuelta a la esquina, vio que la fuerza del viento arrastraba ruidosamente hacia él una vieja bicicleta. Enredó su bastón en el cuadro de la máquina haciendo contrapeso hasta que logró detenerla. Entonces la puso en pie. Sin querer rozó la palanquita del timbre y un alegre sonido nació de aquella pequeña caja. Miró a un lado y a otro, pero la calle estaba vacía, así que metió la bici en su portal y la apoyó en la pared.

A la mañana siguiente la bici seguía allí aunque esta vez no la tocó. Cuando regresaba por la noche todavía riéndose para sus adentros al recordar cómo había ganado la partida, se fijó en una nueva pintada que había en la fachada de su edificio que decía así:

“Cada vez que veo a un adulto sobre una bicicleta, no pierdo la esperanza para el futuro de la humanidad” H.G. Wells.

Un fuerte sentimiento lo apremió y aceleró el paso temiendo no encontrarla donde la había dejado, pero al abrir la puerta acristalada, la bici le estaba esperando.

Aquella noche no durmió solo.

Sólo hicieron falta 15 minutos de la ayuda de su nieta para que saliera pedaleando con una gran sonrisa en la cara, no sin antes calzarse bien la txapela para que ésta no saliera volando.

BAILAR:

Madre e hijo avanzaban a paso lento pero sin titubeos, cogidos de la mano. Lo que iban a hacer era su secreto. Lo iban a probar un día y si él no se sentía cómodo o no era como esperaba no volverían más y se olvidarían del tema. Los dos estaban de acuerdo en que él le haría la seña-contraseña si se quería quedar, entonces ella se marcharía y volvería a recogerlo cuando la clase terminara.

Subieron las anchas escaleras de madera escuchando el crujir de sus pasos y la música al otro lado de la puerta. Él temblaba, pero la mano firme de su madre le daba tanta fuerza que se atrevió a decir: Sé que me gustará.

Una vez atravesada la gran puerta supo que jamás olvidaría ese momento porque nunca había imaginado que pudiera existir un lugar mejor para bailar. Por las grandes vidrieras entraba luz suficiente para que no hicieran falta las bombillas, los tableros del suelo estaban allí para acoger sólo pies descalzos, la música parecía emanar de las paredes, y las niñas que hacían estiramientos en el suelo lo hacían con tanto respeto, concentración y silencio que parecían una ilusión.

Sólo el profesor giró su cabeza cuando entraron, sonrió al niño y con un suave movimiento de cabeza le señaló unas zapatillas solitarias que había sobre un banco de madera.

Entró descalzo, se las puso con ayuda del profesor y se sentó junto a las niñas imitándolas en sus movimientos.

Entonces miró a su madre y con su dedo índice dibujó una sonrisa en su boca. Ella se fue sonriendo.

Cuando volvió a buscarlo, él sólo pudo decir “no quiero olvidarme nunca de este día”

Aquella frase fue suficiente para que ella entendiera que él no se escondería más cuando tuviera ganas de bailar.

El Pienso

Conocí una personita que estaba aprendiendo a hablar. Le estaba costando más de lo habitual y sus padres preocupados por eso y algunas cosas más llegaron a mi consulta derivados por su médico.
Entraba siempre alegre, tímida y sosteniendo entre sus manitas su libro favorito.
En los primeros encuentros me hacía leer el cuento, ella escuchaba atentamente, yo lo leía sin introducir nada nuevo, nada de mi cosecha. Con el discurrir del tiempo, y sabiéndome ya el cuento de memoria, decidí integrar alguna palabra propia que describiera los dibujos que ella tanto disfrutaba observando sin preguntar nada, sin emitir palabra. Para mi sorpresa, aplaudió con alegría y entusiasmo las nuevas incorporaciones, repitiendo las palabras nuevas y exigiendo que las repitiera. Todas excepto una.
Comenzó a preguntarme a su manera cómo se llama la comida de los perros, aquella palabra que ella nunca había pronunciado, “pienso”. En cada una de las ocasiones que yo la pronunciaba, un gesto de vergüenza mezclado con alegría se dibujaba en su rostro. Tardó un tiempo en pronunciarla, pero llegó el día en que lo hizo, eso sí, sin sonido al principio, solo con el movimiento de sus labios. El siguiente paso fue hacerlo muy bajito, pero tapándose la boca. Hasta que un día le dije “sí, yo también pienso y nadie me escucha, pero hablo cuando quiero que me escuchen y me entiendan”.
Nunca más trajo su libro, ahora es ella quien cuenta cuentos.
Esta anécdota me recuerda una frase que leí no hace mucho tiempo:
“Nuestra mente limita nuestra habilidad para utilizar el cerebro. El cerebro acepta las restricciones y queda programado para las limitaciones que la mente le ha impuesto”. Kim Manresa.

Mala educación

Hace algunos días unos amigos nos invitaron a comer a su casa junto a otras parejas, todas con hijos.

Durante la sobremesa salió un tema muy frecuente entre gente de nuestra edad, la educación de los hijos. Una amiga contaba que una profesora del colegio le dijo que su hijo no era brillante, o que nunca iba a serlo. No es la primera vez que escucho comentarios de este tipo.  Puedo poner muchos ejemplos más: “tú nunca podrás hacer una carrera universitaria” o “la universidad es ese lugar al que tú nunca irás”.

¡Qué fragilidad la de la reputación del profesorado!, pensarán Ustedes.

Pero es que para ser un buen profesor hay que saber de la fragilidad del niño y de la importancia que la figura del profesor tiene para el alumno.

Me asombra el poder que damos a los profesores en este país, sobretodo teniendo en cuenta los poquísimos méritos académicos o de cualquier otro tipo que, en su mayoría, atesoran. Los maestros de nuestros hijos, no nos engañemos, se caracterizan por su baja formación. También por su poca curiosidad y tendencia a la mediocridad. Hasta que no empecemos a reconocer que los profesores de infantil y primaria están poco y mal formados, difícilmente podremos aspirar a tener un buen sistema educativo.

Los maestros parecen más interesados en poner notas que en transmitir conocimientos, más interesados en cumplir con los protocolos y la burocracia que en conocer a sus alumnos. Profesores temerosos de innovar.  Maestros empobrecidos por baremos suspenso-sobresaliente, bien-mal, listo-tonto. Maestros que se dejan formar por sus dirigentes. Siempre hay excepciones, cada cual sabrá.